Durruti en el laberinto
«¿Quién ha muerto a Durruti?» es la pregunta que ha perdurado como una de las cuestiones cruciales de la revolución, la guerra y la contrarrevolución que, entre 1936 y 1939, se disputaron aquel presente a vida o muerte. Pero, como muestra Miquel Amorós, dicha pregunta no encierra sólo la duda sobre las circunstancias concretas del óbito de Buenaventura Durruti, sino también el interrogante sobre quiénes contribuyeron y cómo a la derrota de la revolución social que se estaba produciendo en mitad de la lucha contra el fascismo.
Acompañando los pasos de Durruti desde los días posteriores a las jornadas de julio, cuando la columna que llevó su nombre se dirigía a Zaragoza, hasta su llegada a Madrid, esta investigación va dibujando los sujetos y las guras que conforman el laberinto que el revolucionario tuvo que recorrer durante sus últimos meses. Comunistas y agentes estalinistas, el Gobierno y la propia dirección comiteril cenetista jugaron diferentes papeles hasta conducirlos, a él y a su columna, a una ratonera —en el sentido menos metafórico de la expresión—. Si enviar parte de los milicianos a Madrid sirvió para postergar para siempre una victoria decisiva como era la toma de Zaragoza, en la capital —de donde había huido el Gobierno— la columna fue destinada, sin descansar, al avispero de la Ciudad Universitaria, que estaba a punto de caer en manos del ejército de Franco.
Durruti en el laberinto aporta nuevos testimonios que abundan en la hipótesis de la responsabilidad de agentes estalinistas en su muerte, aparentemente fortuita; sin dejar de lado la complicidad de la burocracia cenetista en el Gobierno, tanto en llevarlo hacia el callejón sin salida al que fue conducido, como en el ocultamiento posterior de las circunstancias reales de la tragedia y en la fetichización de su figura. Recuerda Amorós que Mariano Rodríguez Vázquez, Marianet, el entonces secretario general de la CNT, «reunió a todos los testigos y les conminó a guardar silencio» y concluye que «a Durruti le mataron sus compañeros; le mataron al corromper sus ideas».
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Durruti en el laberinto
«¿Quién ha muerto a Durruti?» es la pregunta que ha perdurado como una de las cuestiones cruciales de la revolución, la guerra y la contrarrevolución que, entre 1936 y 1939, se disputaron aquel presente a vida o muerte. Pero, como muestra Miquel Amorós, dicha pregunta no encierra sólo la duda sobre las circunstancias concretas del óbito de Buenaventura Durruti, sino también el interrogante sobre quiénes contribuyeron y cómo a la derrota de la revolución social que se estaba produciendo en mitad de la lucha contra el fascismo.
Acompañando los pasos de Durruti desde los días posteriores a las jornadas de julio, cuando la columna que llevó su nombre se dirigía a Zaragoza, hasta su llegada a Madrid, esta investigación va dibujando los sujetos y las guras que conforman el laberinto que el revolucionario tuvo que recorrer durante sus últimos meses. Comunistas y agentes estalinistas, el Gobierno y la propia dirección comiteril cenetista jugaron diferentes papeles hasta conducirlos, a él y a su columna, a una ratonera —en el sentido menos metafórico de la expresión—. Si enviar parte de los milicianos a Madrid sirvió para postergar para siempre una victoria decisiva como era la toma de Zaragoza, en la capital —de donde había huido el Gobierno— la columna fue destinada, sin descansar, al avispero de la Ciudad Universitaria, que estaba a punto de caer en manos del ejército de Franco.
Durruti en el laberinto aporta nuevos testimonios que abundan en la hipótesis de la responsabilidad de agentes estalinistas en su muerte, aparentemente fortuita; sin dejar de lado la complicidad de la burocracia cenetista en el Gobierno, tanto en llevarlo hacia el callejón sin salida al que fue conducido, como en el ocultamiento posterior de las circunstancias reales de la tragedia y en la fetichización de su figura. Recuerda Amorós que Mariano Rodríguez Vázquez, Marianet, el entonces secretario general de la CNT, «reunió a todos los testigos y les conminó a guardar silencio» y concluye que «a Durruti le mataron sus compañeros; le mataron al corromper sus ideas».