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En contra de todas aquellas interpretaciones gruesas que tienden a caracterizar la obra de Duchamp como eminentemente misógina, es la mirada femenina la que, desde el Gran Vidrio hasta Étant donnés, ejercerá la hegemonía en el proyecto de definición de un nuevo régimen escópico. Duchamp define la mirada femenina a través de la sombra y la masculina por medio de la luz. La naturaleza topológica, reversible de la primera no puede ser aprehendida por la rigidez de la perspectiva euclidiana de los Célibataires: la sombra no puede ser capturada por la luz, de manera que la anhelada contemplación del desnudo de la Mariée se retrasa indefinidamente hasta la reunión de las condiciones ópticas precisas. Mientras la visión femenina se escapa a través del carácter universal e inabarcable del número tres, la masculina persiste en una estructura de pensamiento determinada por la dualidad. La incompatibilidad es manifiesta, insalvable, y condena a los Célibataires al onamismo, a la ceguera, a la contemplación iterativa de su propia imagen devuelta por el espejo. La sombra, en la «trama mental» urdida por Duchamp, representa toda aquella dimensión de lo invisible reprimida por el arte retiniano; si existe una redención para la pintura, es a través de ella.

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