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Las grandes empresas tecnológicas se encuentran en una posición envidiable: durante casi dos décadas han utilizado las más extravagantes fórmulas de extracción de datos a bajo precio, y en este momento pocas instituciones, incluidas las gubernamentales, pueden competir con ellas. Paradójicamente, han recibido numerosas ayudas gubernamentales así como fondos militares del Pentágono e instituciones similares y ahora van a vender el fruto de esas ayudas a los gobiernos y a los contribuyentes a precios elevados. No parece precisamente una transición a algún modelo de poscapitalismo.

La industria tecnológica en su conjunto está pasando de una economía basada en bienes y servicios gratuitos y fuertemente subvencionados a una economía que cobra cada bien y servicio e incluso tenderá a personalizar el precio según la capacidad de pago. Es decir, una economía en la que nuestra infraestructura rica en sensores puede cobrarnos precios flexibles dependiendo de cuánto hayamos utilizado un determinado recurso y, tal vez, incluso cuánto nos haya satisfecho, supone que los consumidores actuales tienen el dinero para pagar estos bienes y servicios –y que el dinero no sólo proviene de más deuda–. En otras palabras, desde la perspectiva de los inversores de riesgo de Silicon Valley, la agenda de una Renta Básica Universal, asociada con una economía dominada por rentistas que controlan gran parte de la infraestructura que impulsa la vida cotidiana, es una fantástica subvención encubierta para Silicon Valley.

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