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En un libro que titulé ¿Dónde estoy yo?, en el que quise indagar acerca de mi identidad y paradero en la sociedad en que vivía, incorporé un epílogo narrativo en el que emulaba una conversación con una hispanista extravagante –qué mayor extravagancia que haber nacido en la República Checa, haber adquirido la nacionalidad francesa y haberse interesado por mi obra, con la de cosas para hacer que hay en el mundo– en el curso de la cual se llegaba a la conclusión de que, como escritor, yo era un cinco en uno, puesto que había practicado la escritura de teatro, narrativa, poesía, ensayo y guión cinematográfico.
La condición de autor teatral parece ser que nadie me la niega; cosa distinta es que mi obra sea representada, pero sobre eso ya se ha hablado –y escrito– bastante.
Como narrador, le decía yo a Doña Extravagante, podríamos considerar que soy un novelista italiano, puesto que en aquel país tuvieron a bien reconocer mis Noches Lúgubres con el Premio Viareggio: Le notte lugubri se tituló allí esta obra.
Si mis obras a propósito de la imaginación, el lenguaje, el teatro o el compromiso intelectual no son dignas de ser reconocidas como ensayos alguien debería explicarme qué quiso decir Montaigne cuando a su inmarcesible libro lo tituló Essais.
En cuanto a la poesía, habrá a quien no le haya gustado la que yo he escrito, pero puse el español al alcance de todos, publiqué tebeos, canté baladas desde la cárcel de Carabanchel, recopilé residuos urbanos, permití que el hombre invisible contase su vida y contribuí a que Drácula evangelizase el mundo a golpe de alejandrinos. Esto por lo menos.
Queda el cine, la pata de más en la banqueta podríamos decir, la que me hace ascender a la, a decir de mi amiga hispanista, infrecuente categoría de cinco escritores en uno. Amanecer en Puerta Oscura, La noche y el alba, Nunca pasa nada o A las cinco de la tarde son guiones que yo he escrito, películas que he dialogado... y que se rodaron y a veces ganaron premios, como el Oso de Oro otorgado a la primera de ellas, dirigida por José María Forqué, en el Festival de Berlín.
Debo decir que en todos esos ámbitos he explorado en alguna ocasión esa suerte de conmoción metafísica que el terror desata: El cuervo o Ejercicios de terror en el teatro, las referidas Noches lúgubres o El lugar del crimen en narrativa, El Evangelio de Drácula en poesía, numerosos pasajes de Necrópolis adscribibles sin ningún género de dudas al campo del ensayo o La verdadera historia del biznieto del Barón Frankenstein en el campo del guión cinematográfico son ejemplos que bastan para abarcar la totalidad del espectro referido y para certificar mi adhesión a un género a menudo tenido por meramente fantástico, pero que a mí me gusta afrontar con la cabeza volandera, sí, pero los pies sólidamente posados sobre la tierra.
Debo decir también que en todos esos casos ha sido una perspectiva muy específica la que me ha animado en mi tarea. Para identificarla, no encuentro un nombre mejor que el que proporciona la sugerente palabra alemana grauen que, además de expresar el miedo, el pavor, el horror o el espanto, sirve para aludir al crepúsculo. Desde esa frontera y bajo la divisa de su doble significado han arrancado casi todas mis incursiones literarias en el campo del terror.
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El primer título que allá por 1981 le puse a mi novela El lugar del crimen, recientemente reeditada por Montesinos, fue Unheimlich, esto es, Siniestro. Al igual que con otros de mis escritos encuadrables en el género del terror, me proponía con ésta mi particular visión de las andanzas de Melmoth el Errabundo crear una muestra de literatura siniestra que aunque inquietase, intranquilizase y sobrecogiese en virtud de su ruptura con lo ordinario y convencional, no renunciase a la utilización de elementos reconocibles de la cotidianidad como esencial cemento aglutinante, de tal manera que lo que de otro modo podría ser tildado de común y corriente adquiriese súbitamente visos de extrañeza y tonalidades insólitas o estupefacientes.
De ahí la germanización del título que elegí, porque al oponer lo unheimlich (lo siniestro) a lo heimlich (lo familiar), de nuevo es la alemana la lengua que expresa mejor que cualquier otra que yo conozca el tipo de polaridad, contraste o ambivalencia que busco cuando escribo literatura de terror.
Podría resumir este apunte en mi diario nocturno diciendo algo que a más de uno podrá sonar a boutade. Pero a quien eso le suceda, yo le recomendaré que se piense si es porque confunde la literatura de lo fantástico con la de lo maravilloso o, simplemente, porque no ha reflexionado al respecto lo suficiente. En cualquier caso, he aquí mi afirmación: es condición sine qua non de toda literatura fantástica valiosa y efectiva que esté sólidamente afianzada en el realismo. (...)

Limbus - Alfonso Sastre
Las noches lúgubres - Alfonso Sastre
LA MORDAZA - Alfonso Sastre
No soy de aquí - Joseba Sarrionandia
Febrero - Eva Forest
La tercera noche de Walpurgis - Karl Kraus
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