<p>Y desde la atalaya en la que por la muerte se hallaba situado el Vicario abarcaba un basto horizonte de miseria: miseria que ven&iacute;a a recompensar a los que, como &eacute;l, incapaces de asumir la condici&oacute;n humana y ante los embates del dolor, se hab&iacute;an extenuado en apuntalar el edificio del consuelo imaginario y la mentira; miseria para los que, como &eacute;l, hab&iacute;an un d&iacute;a sacrificado el contenido de la vida y repudiado el juicio. Mas de aquellos seres, condenados a la cobard&iacute;a y por la cobard&iacute;a, &eacute;l hab&iacute;a sido no interpar sino instigador, maestro y pr&iacute;ncipe. De ah&iacute; que la restaurada lucidez (por mala suerte no antes que en la hora de la muerte) tuviera para &eacute;l connotaciones de particular indigencia. Y as&iacute;, sobre su cuerpo, sudoroso e irremediablemente g&eacute;lido, sent&iacute;a ce&ntilde;irse ahora ese mismo velo que durante tantos a&ntilde;os hab&iacute;a empa&ntilde;ado su raz&oacute;n y su palabra. Este texto trae al tribunal de la raz&oacute;n una existencia como la del Papa.</p>