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<p>Hablar de violencia política en India es como hablar de la nieve en invierno o del sol en verano: es una obviedad aunque parezca, por ser uno de los tópicos que más han cuajado en Occidente, que en este país todo el mundo es un ferviente seguidor de las tesis no violentas de Gandhi. La violencia política está a la orden del día en la India de hoy y es un eje sobre el que pivota toda su historia.</p> <p>Tal vez no se pueda hablar de una violencia generalizada en todos los estados, pero sí se puede considerar que el país vive una situación de guerra de baja intensidad en más de la mitad de ellos, en la que la insurgencia maoísta, el enfrentamiento interreligioso entre hindúes y musulmanes —con la deriva de unos y otros hacia ejercicios evidentes de terrorismo— y el independentismo de origen étnico se entrecruzan.</p> <p>Se habla de la India como «la mayor democracia del mundo» y no como el país que tiene el dudoso honor de tener el mayor índice de desnutrición infantil de todo el mundo, mucho mayor que cualquier país del África subsahariana. Y ante esta situación los diferentes pueblos se rebelan. El Estado ha decidido enfrentar esta situación no con un cambio de política, fundamentalmente económica, que saque de la miseria a las tres cuartas partes de la población y otorgue el reconocimiento a los derechos nacionales de los pueblos, sino con la guerra.</p>
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<p>Nada mejor que la lectura de mis intervenciones sobre Malatesta en el encuentro anarquista de Nápoles, en diciembre de 2003, para entender cómo cada intención de justificar o condenar el concepto de violencia revolucionaria es, a priori, una batalla perdida. La violencia revolucionaria no necesita mis justificaciones y no puede ser vilipendiada por ningún tipo de condena, aún viniendo esta de las mismas filas anarquistas. A fin de cuentas, el pacifismo también es un falso problema y no merece ser refutado recurriendo a demasiadas palabras.</p> <p>La guerra social continúa, la violencia revolucionaria es, simplemente, la expresión que más fácilmente se percibe, pero no la única, y según el punto de vista tampoco la más importante.</p>
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<p>Este libro recoge trazos históricos de mujeres que, desde principios del siglo XX, se organizaron para conseguir derechos e instaurar otra racionalidad desde la que afrontar los conflictos que asolaban el mundo. Encarnaron un feminismo que podemos nombrar como pacifista y que concebimos como una tradición de pensamiento y acción, difusa en su delimitación, pero clara en su defensa de la paz. El núcleo del feminismo pacifista lo constituyeron mujeres que desplegaron un potente discurso contra la guerra y propusieron las bases para lograr una paz permanente. Asimismo, contribuyeron a esta tradición las que se organizaron a favor de lo que conocemos como paz positiva, las que reclamaron derechos y propusieron medidas para establecer condiciones de vida más justas e igualitarias, para ellas y sus sociedades. Una clave de este feminismo pacifista fue su internacionalismo, su vinculación con organizaciones que traspasaron fronteras y constituyeron un movimiento internacional de mujeres.</p>
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<p>El último libro de Oskar Lafontaine, que ha agotado ya cinco ediciones en Alemania, es un alegato razonado por el alto el fuego y las negociaciones de paz en la guerra de Rusia contra Ucrania.</p> <p>El expresidente del SPD sostiene que es hora de la construcción de una arquitectura de seguridad europea, sin Estados Unidos.</p> <p>«El interés de EE.UU. no es defender a Europa, sino tener a Europa como avanzadilla disponible para sus intereses como potencia mundial. En este momento Estados Unidos es el gran ganador de la guerra de Ucrania. Es el proveedor de armas en grandes cantidades a sus socios, como los alemanes y los polacos; han desplazado de Europa el gas barato ruso y ahora pueden cumplir por fin lo que deseaban desde hace años: vender su gas de fracking en Europa, obtenido a través de técnicas muy perjudiciales para el medio ambiente. Y han conseguido lo que Kissinger propuso hace muchos años: confrontar a Europa con Rusia bajo el principio de “divide et impera” (divide y vencerás) para asegurar su poder.»</p>
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<p>En 1918, cuando casi todos los progresistas americanos apoyaban la guerra y la participación en ella de su país, Randolph Bourne (1886-1918) un joven intelectual escribía un lúcido ensayo antibelicista: según él, la guerra revelaba el verdadero rostro del Estado, que se servía de ella para extender su dominio en el extranjero y aplastar toda disidencia interna con leyes de excepción. Allí figura el aforismo que le hizo célebre: La guerra es la salud del Estado.</p> <p>Bourne mostró desde joven un talento precoz para la escritura, colaborando con medios progresistas como <em>The Atlantic Monthly</em> o <em>The New Republic</em>. Pero simpatizaba cada vez más con la causa de los trabajadores, identificándose con los explotados y oprimidos por experiencia directa derivada de su discapacidad física (era un jorobado de 1,50 m con el rostro deforme) y su precariedad laboral. Desde 1914, su inflexible postura antibelicista lo enfrentó a casi toda la izquierda americana, que lo marginó y expulsó de sus medios.</p> <p>En los textos que presentamos aquí, «La guerra y los intelectuales» y «El Estado», Bourne ejecuta un análisis mordaz de cómo el intelectual progresista americano, aliándose con las fuerzas más reaccionarias, abandona su pacifismo e internacionalismo por una guerra «en pos de la democracia», y muestra al Estado en tanto que maquinaria para borrar toda disidencia e imponer un pensamiento único.</p>
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<p>En 1843 H. D. Thoreau escribió una reseña de <em>El Paraíso al alcance de todos los Hombres, sin Trabajo, mediante la Energía de la Naturaleza y la Máquina</em>, de J. A. Etzler. La reseña criticaba las utopías tecnológicas que pretenden transformar el mundo con la excusa de conseguir un paraíso de abundancia y felicidad para el ser humano, mediante la aplicación y el desarrollo de las técnicas y la maquinaria industrial.</p> <p>Las obras de Thoreau no parecen suscitar hoy la rebeldía y la desobediencia que debiera inspirar una lectura consecuente de su obra, donde la experiencia de la naturaleza se convirtió en la defensa de una conciencia que corría el peligro de extraviarse con los avances de la modernización. No se trata en Thoreau, por tanto, de una defensa de la naturaleza como si de un protoecologista se tratase. Más bien nos encontramos ante la resistencia de la conciencia individual a las transformaciones que la economía industrial empezaba a propiciar en el siglo XIX.</p> <p>Hoy vivimos la culminación de esa época y sus desastrosas consecuencias. Las desaforadas utopías tecnológicas ya no sólo pretenden transformar el mundo para ofrecernos un inmenso y artificial Jardín del Edén, sino que, ante la constatación del fracaso de sus intentos, la única respuesta es una nueva vuelta de tuerca en el acondicionamiento tecnológico, que se extiende a cada vez más ámbitos de la existencia. El cultivo de nuestra conciencia no sólo ha perdido su relación con la naturaleza, sino que puede llegar a ser prescindible en un mundo donde todo lo producido tendrá la marca de «inteligente» para evitarnos el trabajo de serlo nosotros.</p> <p>Quizá sea demasiado pedir que los libros tengan hoy la capacidad de inspirar, siquiera de conmover, a quien los lee. Si con <em>El paraíso —que merece ser— recobrado</em> contribuimos, al menos, a ofrecer una oportunidad para el cultivo de cierta rebeldía contra este estado de cosas, nos daremos por satisfechos.</p>