«La cárcel es un monstruo», por Ruth Wilson Gilmore

La cárcel es un monstruo

La abolición exige que cambiemos una cosa: todo

Ruth Wilson Gilmore, autora de Geografía de la abolición (Virus, 2024), condensa en este texto su crítica del sistema carcelario, no solo como una bestia voraz que consume la vida de personas y sus comunidades, sino también como un instrumento de extracción de valor al servicio del Capital. Así, Gilmore nos invita a prestar especial atención a la relación de recíproca necesidad que desarrollan Estado y mercado en el mantenimiento del complejo industrial penitenciario.

Es difícil luchar contra un adversario que cambia de forma constantemente. En las películas de terror el momentum narrativo depende del miedo provocado mediante espantos que mantienen al público absorto en algo improbable, representado como inevitable —al menos hasta que unos hábiles protagonistas, a menudo entre la espada y la pared, superan en ingenio al monstruo mediante una agresión creativa.

¿Cómo superan los protagonistas al monstruo? Descubren cómo funciona y qué necesita. La clave: una combinación de curiosidad y persistencia. El azar desempeña un papel, pero también descifran sus patrones. Es la combinación de ambos, en el estudio de los elementos objetivos y subjetivos de la estructura monstruosa y su agencia. En el proceso de comprender y derrotar al monstruo, y a lo largo de este proceso, los propios protagonistas cambian. Se vuelven distintos a cómo eran cuando empezaron.

Las manifestaciones ideológicas, materiales y políticas de la cárcel tienen monstruosas fortalezas y vulnerabilidades. Las necesidades existenciales del monstruo son la tierra, el trabajo, el dinero y la capacidad estatal. Una cárcel sin oposición anida en los paisajes y conciencias como un apetito que naturalmente, necesaria e inevitablemente devora personas, comunidades y vidas.

La cárcel sustrae a la gente de sus vidas-en-movimiento para extraer tiempo de ellas. ¿Por qué tiempo? Porque es el elemento, convertido en mercancía, que permite los flujos de dinero carcelario (salarios, servicios de deuda, alquileres, facturas de servicios públicos y de proveedores, etc.). Es esta mercancía la que inspira, como siempre hace cualquier sistema de capitalismo racial, estrategias innovadoras para dirigir el flujo económico hacia arcas particulares: sueldos; presupuestos gubernamentales; campañas para la reelección de políticos; empresas constructoras y proveedores de materias primas; consultores; rentistas de alto nivel; fondos de inversión; titulares de bonos de fondos de pensiones; u otros recursos que, en abstracto, podrían utilizarse para cualquier cosa, pero que en el presente material, ideológicamente determinado, se consolidan en la solución carcelaria.

La mercantilización del tiempo de una persona reclusa no se limita a exprimir este recurso no renovable, aunque esto ya sea mayor horror del que nadie debería soportar. Como ocurre con todas las interrupciones carcelarias de la vida-en-movimiento, los entornos familiares y las comunidades de las personas reclusas también sufren esta sangría. No sólo se ven privadas de recursos económicos y temporales, sino que también su vida se ve recortada debido a la impotencia y la toxicidad ambiental que, en suma, contribuyen a una particular vulnerabilidad grupal hacia la muerte prematura.

Monstruosas combinaciones circulares y acumulativas de ideología y sistema irrumpen como resultado en forma de muerte prematura en muchos grupos demográficos. Como queda claro frecuentemente, el principal argumento de una comunidad para alimentar al monstruo con el tiempo de vida de un ser humano es el futuro de otros seres humanos —que, según el mito fundacional imperante, será asegurado por el mismo monstruo—. Mmmm… Reflexionemos un poco sobre esto.

En primer lugar, vemos habitualmente que las jaulas no suelen surgir de una “necesidad” local; y cuando es local, deriva de la misma capacidad de las fuerzas de la violencia organizada de utilizar leyes y reglamentos para sancionar a la gente y encerrarla, utilizando esos ingresos para reproducir la capacidad de multar y encerrar a esa misma gente o a gente similar. En segundo lugar, vemos en otros casos, cuando la necesidad local se ha desmaterializado —por las razones que sean—, que nuevos o mejorados centros de reclusión prometen futuros flujos de recursos monetarios procedentes de otras arcas (del condado, estatales o federales). Este proceso persiste mientras haya seres humanos especialmente categorizados bajo custodia, de modo que su tiempo extraído pueda ser mercantilizado, transformado así en el medio intangible pero real a través del cual fluye el dinero en forma de alquileres, salarios, intereses, etc. Para acabar de complicarlo: la captura de fondos del Estado anti-Estado precisa de la captura humana para reproducir las condiciones de su propia reproducción.

Así, el Estado anti-Estado se consolida mediante la unión provisional a las capacidades carcelarias. Lo que permite esta consolidación es, entre otras cosas, el ejercicio de varias pequeñas soberanías. Aquí podemos observar un continuo que va desde la violencia interpersonal, a la violación, al linchamiento, a los policías asesinos, a la pena capital, a la guerra: la expresión violenta del derecho a gobernar.

La violencia organizada se legitima a sí misma mediante la amenaza y la eliminación real de vidas, interrumpiendo algunos futuros para poder crear otros. Mientras tanto, en oposición a ciertos planteamientos políticos geográficos superficiales, el Estado local, al desarrollar o mejorar una cárcel y emplear personal uniformado, ejerce una soberanía relativa. Esa soberanía se ve reforzada por la capacidad de matar (disparar, encerrar en circunstancias mortales como el COVID-19 o la negligencia médica), pero también asumiendo deuda municipal para construir y mantener la válvula de extracción de tiempo/ingresos. La deuda extrae del futuro para desarrollar el presente, lo que significa que este presente indiscutido es, como era de esperar, la geografía histórica del futuro. (Están planeando cárceles para niños cuyos padres aún no han nacido).

De un modo impresionante, las capacidades acumuladas de la violencia organizada provocan un entusiasmo vertiginoso, como sintetizó un famoso abogado de derechos civiles al declarar: «Amo a la policía porque todos los políticos la temen». Así, tal vez no sea de extrañar que el programa de «investigación» de una floreciente izquierda-fascista insista en que la «delincuencia» debe resolverse mediante una actuación policial más amplia e intensiva mientras no puedan darse los medios inalienables para un bienestar social general. Estos presuntos trucos (¡policía! ¡policía!) son facilitados por (y permiten) el propósito de ensanchamiento de lo carcelario. Distorsionan lo que el abolicionismo contemporáneo ha planteado persistentemente —como se evidencia en su movimiento y en congresos, documentos, investigación, publicaciones populares y un sinfín de horas de podcasts. La abolición requiere que cambiemos una cosa: todo.

En definitiva, las lecciones siguen siendo las mismas: nos encontramos entre la espada y la pared. Sed curiosas. Descifrad los patrones. Comenzad ahí donde estéis. Organizaos. Estudiad. Leed o escuchad. Compartid. Organizad. A luta continua.

— Este texto es un extracto del prólogo de Ruth Wilson Gilmore en ‘The Jail is Everywhere: Fighting the New Geography of Mass Incarceration’, de Jack Norton, Lydia Pelot-Hobbs y Judah Schept (Verso Books, 2024).