<p>Cuando un grupo de fan&aacute;ticos sin apenas preparaci&oacute;n pol&iacute;tica, animados por un deseo de destruir el pluralismo en Alemania y agrupados en torno a un err&aacute;tico l&iacute;der, Adolf Hitler, tomaron las riendas de una de las estructuras gubernamentales m&aacute;s sofisticadas del mundo, las consecuencias ten&iacute;an que ser necesariamente funestas. A pesar del halo de eficiencia que tanto impresion&oacute; a la mayor&iacute;a de los observadores de la &eacute;poca, el Tercer Reich fue un Estado de jerarqu&iacute;as rivales, de competencia encarnizada entre diversos centros de poder y de colisiones entre ambiciones personales.&nbsp;</p> <p>En el imaginario colectivo permanece todav&iacute;a la visi&oacute;n de los documentales en blanco y negro que muestran una temible Alemania disciplinada bajo la f&eacute;rula del poder nazi. Sin embargo, los nazis se limitaron a crear una apariencia de orden a trav&eacute;s de una sofisticada propaganda. Y lo que en realidad produjeron fue una combinaci&oacute;n sin precedentes de inestabilidad institucional y de dinamismo salvaje y autodestructivo.&nbsp;El resultado fue el suicidio del l&iacute;der, la devastaci&oacute;n&nbsp;del pa&iacute;s y la rendici&oacute;n sin condiciones del Estado.</p> <p>&nbsp;</p>