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<p>Hemos asistido a menudo al velatorio del pensamiento utópico, pero no podemos desahuciarlo al constituir un elemento inembargable de nuestro imaginario. Su etimología señala las balizas que inicialmente lo orientan: ou-topia significa “no lugar” y eu-topia “buen lugar”, y se vuelve una suerte de crisol o cajón de sastre, donde se mezclan desde la mítica Edad de Oro y el Edén bíblico hasta novísimas sagas fílmicas o juegos virtuales, desde clásicos de la filosofía política como La República de Platón o la Utopía de Moro hasta las propuestas del socialismo y del anarquismo en sus diferentes versiones, desde los experimentos cientificistas o conductistas hasta los pinitos falangistas de un delirio imperial o étnico, y esto es sólo un mínimo botón de muestra. Su tipología y taxonomía es amplia y variada, susceptible de ser abordada desde múltiples perspectivas, y su acervo más prominente, no el único ni el exclusivo, reposa en la aspiración a un mundo sin violencia, sin injusticia, sin explotación ni destrucción de la naturaleza. Mientras haya hombres que se subleven por la discrepancia entre lo real y lo posible, pergeñarán representaciones ideales de la convivencia con el mandato de su implantación. Esa decantación temporal (aun con un futuro hoy en horas bajas) nos permitirá hablar de ucronía y de su mudanza al horizonte de expectativa. No fue el antídoto maquiaveliano contra la tentación falaz de obviar el hiato entre ser y deber ser el que franqueó el umbral de las tan pujantes distopías. A ello han coadyuvado la decepción y el fracaso de las utopías modernas.</p>